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No me ilusiono, admito, es de mi gusto,
que soy un hombre igual a todos.
Trabajo en algo, cobro
un sueldo insuficiente; me divierto
cuando puedo, o me aburro hasta morirme;
hablo, me callo a veces, pido
mi comida, y a ratos
quisiera ser feliz gloriosamente,
y hago el amor, o voy y vengo
sin nadie que me siga. Tengo un perro
y algunas cosas mías.
En general, no estoy conforme
ni me resigno. Quiero mi derecho,
de hombre común, a deshacerme
la frente contra el muro, a golpearme,
en plena lucidez, contra los ojos
cerrados de las puertas; o de plano
y porque sí, a treparme en una silla,
en cualquier calle, a lo mariachi,
y cantar las cosas que me placen.
También, monumental, hago mi juego
en serio con las gentes,
según las reglas, y reclamo
mis ganancias y pérdidas, y busco
la revancha, o perdono
por generoso o por flojera.
Manos de hombre tengo; manos
para tomar, de las cosas que existen,
lo que por hombre se me debe,
y, por lo que yo debo, hacer algunas
de las cosas que faltan.
Y reconozco que me importa
ser pobre, y que me humilla,
y que lo disimulo por orgullo.
Tú, compañero, cómplice que llevo
dentro de todos, junto a mí, lo sabes.
Hermano de trabajos que caminas
en hombres y mujeres, apretado
como la carne contra el hueso,
y vives, sudas y alborotas
en mí y conmigo y para mí y contigo.
En Fuego de pobres, Fondo de Cultura Económica, México, 1985.